martes, 18 de enero de 2011

Veronika decide morir

[...]Veronika no sabe cuánto tiempo estuvo durmiendo. Recordaba haberse despertado en algún
momento, aún con los aparatos de supervivencia en su boca y su nariz, al oír una voz que le decía:
-¿Quieres que te masturbe?
Pero ahora, con los ojos bien abiertos y mirando la habitación a su alrededor, no sabía si aquello
había sido real o una alucinación. Aparte de esto, no conseguía recordar nada, absolutamente nada.
Le habían retirado los tubos, pero continuaba con agujas clavadas por todo el cuerpo, cables
conectados en la zona del corazón y de la cabeza, y los brazos atados. Estaba desnuda, cubierta
apenas por una sábana, y sentía frío, pero decidió no quejarse. El pequeño ambiente, rodeado de
cortinas verdes, estaba ocupado por las máquinas de la unidad de tratamiento intensivo, la cama
donde estaba acostada y una silla blanca, con una enfermera sentada entretenida en la lectura de un
libro.
La mujer, esta vez, tenía ojos oscuros y cabellos castaños. Aun así, Veronika se quedó con la duda
de si era la misma persona con quien había conversado horas -¿o días?- antes.
-¿Puede desatarme los brazos?
La enfermera levantó los ojos, respondió un seco «no» y volvió al libro.
Estoy viva, pensó Veronika. Va a empezar todo otra vez. Tendré que pasar un tiempo aquí dentro,
hasta que comprueben que estoy perfectamente normal. Después me darán de alta, y volveré a ver
las calles de Ljubljana, su plaza redonda, los puentes, las personas que pasan por las calles yendo y
volviendo del trabajo.
Como las personas siempre tienden a ayudar a las otras -sólo para sentirse mejores de lo que
realmente son-, me volverán a emplear en la biblioteca. Con el tiempo, volveré a frecuentar los
mismos bares y discotecas, conversaré con mis amigos sobre las injusticias y los problemas del
mundo, iré al cine, pasearé por el lago.
Dado que elegí las pastillas, no he estropeado mi físico en absoluto: continúo siendo joven, bonita,
inteligente, y no tendré -como nunca tuve dificultades para conseguir novio. Haré el amor con él en
su casa, o en el bosque, obtendré un cierto placer, pero después del orgasmo la sensación de vacío
volverá. Ya no tendremos mucho sobre lo que conversar, y tanto él como yo lo sabemos: llega el
momento de damos una disculpa mutua («es tarde» o «mañana tengo que levantarme temprano») y
partiremos lo más rápidamente posible, evitando miramos a los ojos.
Yo vuelvo a mi cuarto alquilado en el convento. Intento leer un libro, enciendo el televisor para ver
los mismos programas de siempre, coloco el despertador para despertarme exactamente a la misma
hora que el día anterior, repito mecánicamente las tareas que me son confiadas en la biblioteca.
Como el sándwich en el jardín frente al teatro sentada en el mismo banco, junto con otras personas
que también escogen los mismos bancos para almorzar, que tienen la misma mirada vacía, pero
fingen estar ocupadas con cosas importantísimas.
Después vuelvo al trabajo, escucho algunos comentarios sobre quién está saliendo con quién, quién
está sufriendo tal cosa, cómo tal persona lloró por culpa del marido, y me quedo con la sensación de
que soy bonita, tengo empleo y consigo el amante que quiero. Después regreso a los bares hacia el
fin del día y después todo vuelve a empezar.

Mi madre (que debe de estar preocupadísima por mi intento de suicidio) se recuperará del susto y
continuará preguntándome qué voy a hacer de mi vida, porque no soy igual a las otras personas, ya
que, al fin y al cabo, las cosas no son tan complicadas como yo pienso que son. «Fíjate en mí, por
ejemplo, que llevo años casada con tu padre y procuré darte la mejor educación _y los mejores
ejemplos posibles. »
Un día me canso de oírle repetir siempre lo mismo y, para contentarla, me caso con un hombre a
quien yo misma me impongo amar. Ambos terminaremos encontrando una manera de soñar juntos
con nuestro futuro, la casa de campo, los hijos, el futuro de nuestros hijos. Haremos mucho el amor
el primer año, menos el segundo, a partir del tercero quizás pensaremos en el sexo una vez cada
quince días y transformaremos ese pensamiento en acción apenas una vez al mes. Y, peor que eso,
apenas hablaremos. Yo me esforzaré por aceptar la situación, y me preguntaré en qué he fallado, ya
que no consigo interesarlo, no me presta la menor atención y vive hablando de sus amigos como si
fuesen realmente su mundo.
Cuando el matrimonio esté apenas sostenido por un hilo, me quedaré embarazada. Tendremos un
hijo, pasaremos algún tiempo más próximos uno del otro y pronto la situación volverá a ser como
antes.
Entonces empezaré a engordar como la tía de la enfermera de ayer, o de días atrás, no sé bien. Y
empezaré a hacer régimen, sistemáticamente derrotada cada día, cada semana, por el peso que
insiste en aumentar a pesar de todo el control. A estas alturas, tomaré algunas drogas mágicas para
no caer en la depresión y tendré algunos hijos en noches de amor que pasan demasiado de prisa.
Diré a todos que los hijos son la razón de mi vida, pero, en verdad, ellos exigen mi vida como razón.
La gente nos considerará siempre una pareja feliz y nadie sabrá lo que existe de soledad, de
amargura, de renuncia, detrás de toda esa apariencia de felicidad.
Hasta que un día, cuando mi marido tenga su primera amante, yo tal vez protagonice un escándalo
como la tía de la enfermera, o piense nuevamente en suicidarme. Pero entonces ya seré vieja y
cobarde, con dos o tres hijos que necesitan mi ayuda, y debo educarlos, colocarlos en el mundo,
antes de ser capaz de abandonar todo. Yo no me suicidaré: haré un escándalo, amenazaré con irme
con los niños. Él, como todos los hombres, retrocederá, dirá que me ama y que aquello no volverá a
repetirse. Nunca se le pasará por la cabeza que, si yo resolviese realmente irme la única elección
posible sería la casa de mis padres, y quedarme allí el resto de la vida teniendo que escuchar todos
los días a mi madre lamentándose porque perdí una oportunidad única de ser feliz, que él era un
excelente marido a pesar de sus pequeños defectos y que mis hijos sufrirán mucho por causa de la
separación.
Dos o tres años después, otra mujer aparecerá en su vida. Yo lo descubriré (porque lo veré o porque
alguien me lo contará), pero esta vez fingiré ignorarlo. Gasté toda mi energía luchando contra la
amante anterior, no sobró nada, es mejor aceptar la vida tal como es en realidad y no como yo la
imaginaba. Mi madre tení a razón.

El seguirá siendo amable conmigo, yo continuaré mi trabajo en la biblioteca, con mis sándwiches en
la plaza del teatro, mis libros que nunca consigo terminar de leer, los programas de televisión que
continuarán siendo los mismos de aquí a diez, veinte o cincuenta años.
Sólo que comeré los sándwiches con sentimiento de culpa, porque estoy engordando; y ya no iré a
bares, porque tengo un marido que me espera en casa para cuidar a los hijos.
A partir de ahí, todo se reduce a esperar a que los chicos crezcan y pensar todos los días en el
suicidio, sin valor para llevarlo a cabo. Un buen día, llego a la conclusión de que la vida es as!, de
que es inútil rebelarse, de que nada cambiará. Y me conformo.
Veronika concluyó su monólogo interior, y se hizo a sí misma una promesa: no saldría de Villete
con vida. Era mejor acabar con todo ahora, mientras aún tuviera valor y salud para morir.
Se durmió y despertó varias veces, notando que el número de aparatos a su alrededor disminuía, el
calor de su cuerpo aumentaba y las enfermeras cambiaban de rostro, pero siempre había alguien al
lado de ella. Las cortinas verdes dejaban pasar el sonido de alguien llorando, gemidos de dolor, o
voces que susurraban cosas en tono calmo y profesional. De vez en cuando se oía el zumbido
distante de un aparato, y ella escuchaba pasos apresurados en el corredor. En esos momentos las
voces perdían su tono profesional y tranquilo y pasaban a ser tensas, dando órdenes rápidas.
En uno de sus momentos de lucidez, una enfermera le preguntó:
-¿No quiere saber su estado?
-Ya sé cuál es -respondió Veronika-. Y no es el que está viendo en mi cuerpo; es el que está
sucediendo en mi alma.
La enfermera aún intentó conversar un poco, pero Veronika fingió que dormía.[...]

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